"Devenir animal" (Un cuento de la adorable Catalina Figini, que por primera vez se socializa al mundo via posmoderna internet).
Se trata de afirmar y negar, de negar y afirmar.
Por ello se apresura, en el seno de la calma, perezosa, lagañoza, fundiéndose con la tenuidad y los rebeldes rayos de luz transparentes -se acaba de despertar. Se levanta y procede a vestirse. En el acto elimina sus concavidades. Y así prosigue, llana: elige colores, una camisa roja, no, mejor un vestido que vuele con el viento, un vestido que la rocíe con feminidad. Si, este vestido verde que huele a historia, a cuento de fantasías.
Luego pacta con la luz. Abre la puerta de su habitación y va directo al baño. Hoy es demasiado ella (o no-ella) como para compartir situaciones; se sustrae, evita a su familia. Hasta la fraternidad la enajena de aquel pacto sagrado, de aquella vuelta en el tiempo, de aquel cuento de fantasías. ¿Estará mal? Ella no se lo pregunta –no podría- sino que se suelta el pelo y lo sumerge en un chorro de agua fría. El agua la recorre con cosquillas que penetran en sus escamas y alimentan sus músculos, ahora de hierro animal. El agua produce muecas en su cara, se esparce con los segundos, empaña con frío. Su pelo adquiere pesadez y así alimenta su sueño.
Después toma su bolso y algún libro de aquellos que rodean su habitación, de aquellos que imprimen su pensamiento. Armada, atraviesa primero la sala, luego el comedor en donde su familia desayuna con paciencia y respira domingo. Lo atraviesa, sin mirar, sin detenerse, con la cara oculta bajo el libro, con la espalda curvada, esquivando la curiosidad y también la exteriorización.
Es que hoy se levantó dulce y borracha. Los rayos de luz atacaron por la persiana (diminutos y llanos), la tenuidad provocó confusión… y ella que estaba tan dulce y borracha. Se levantó con sabor a sudor frío y se frotó los ojos con los puños cerrados, como si la confrontación con la semi-realidad fuera demasiado. Pero el sonido estaba detenido en un milímetro y la tenuidad la ofuscaba. Se sentó en su cama acurrucándose en las sábanas rojas y confabuló con la confusión. Deseó ser pez, o caballo, negando las afirmaciones plausibles. La animalidad del instante la remitía a las no-raíces y sus músculos estaban chamuscados. Pero había placer, y estiró las piernas con regocijo de dolor. Recordó haber corrido. Haber corrido mucho, junto a un cielo estático inscripto en rayas naranjas y azules. Un sueño, quizás, pero era tan real que le aterrorizó la idea de levantarse y enfrentar la media luz. En cambio, repasó en sus párpados escamosos cada paso recorrido, su agilidad, su rapidez; todo con una lentitud imperceptible. El dulzor de su boca la llevó a algún lugar en donde los violetas conforman la solidez.
Pero de pronto el sonido abandonó la inmovilidad y ella quedó atrapada (¡zás!) en esa media realidad. La rapidez la avasalló sin darle tiempo a reconocer su cuerpo. Quedó imposibilitada: la coherencia quedó del otro lado; la conciencia se evaporó en el corte.
Y así, ella, medio-pez, medio-caballo, comenzó a correr en tiempo de este domingo amarillento y completamente normal. Olvidó, sin lamentos ni refutaciones. Miró el reloj corroborando el movimiento. La continuidad devino en eternidad fragmentada y ella no se apresuró, el tiempo renacía. Pero, al mismo tiempo, reconoció en la no-conciencia el deber de apurarse, porque en cualquier momento podía morir. Y no solo eso, sino también que cualquier momento es ahora y ahora es cualquier momento. ¡Ay, el instante! Vio la linealidad… pero lo importante es que ella supo que persigue a la muerte y de no extenderse en aquella linealidad se convertiría en la presa.
Por eso ahora ella camina por la calle con los ojos semi-abiertos (acaso la luz es demasiado). Por eso camina rápido, sin dejar que los segundos se escapen indecisos. Sabe, en algún lugar, que hoy todo es diferente. Teme, debajo de sus pupilas ocultas, que mañana vuelva la normalidad. No tiene un rumbo fijo y esto puede significar que el domingo se le entremezcle y que la conciencia retome su flujo habitual. Pero ella sigue extrayendo fuerza de sus músculos camicaces, sigue porque revive aquel cielo estático una y otra vez.
Entonces se da cuenta. Piensa, y luego teme aún más. Cualquier estímulo externo la puede despojar de este sabor animal. Apresura la marcha intentando escapar al quiebre. Pero no sabe que no podrá escapar. Es que el pensamiento se empezó a intercalar en su linealidad casi divina y la razón se está fundiendo con su instinto. En cualquier momento puede caer.
Y entonces cae.
Porque alguien la saluda y produce el quiebre, rompe el perfecto círculo de libertad. Alguien la saluda y ella comienza a recordar. Recuerda que hoy es invierno y que el frío hiela su pelo mojado. Recuerda que hoy es domingo. Recuerda fechas y compromisos. Deberes y martirios. ¿Qué te pasa? Recuerda el intercambio.
Y después lo peor: se da cuenta de que fue vencida. Se sienta en un umbral tocándose la cara sus manos frías. No quiere ver, pero siente su pertenencia a una red infinita de relaciones. Llora porque pretende distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. El futuro programado le empieza a pesar en su espalda. Llora por la imposibilidad de entender las circunstancias. Ya no puede no-pensar, su integridad se desmorona y su cara se llena de terror. Es el abrazo de la conciencia.
¿Estás bien? Asiente sometiéndose –por unos instantes, piensa- al domingo y a la racionalidad. No te preocupes, dice con voz trémula y entonces se auto-fulmina por completo; ella quería evitar la exteriorización. Toma un impuso y despacha a aquel que le devolvió la conciencia. Se levanta con la pesadez de la derrota y sigue su camino, con paso lento y frustrado.
Camina sola, revolviendo los pensamientos con melancolía. Ahora cruza la calle y los autos son autos y ella perdió la lucidez de aquel cuento de fantasías. Estaba tan dulce y borracha, y ahora no cesa de intercambiarse con el ambiente. Se victimiza con las sombras y el viento frío. Se siente estúpida con este vestido verde que no deja de volar. Camina sin rumbo pero con pretensiones. Vuelven los pensamientos devastadores y las controversias de sentido. Otra vez la insoportable pertenencia a un cuerpo pesado. Reconoce sus razonamientos inútiles y llora en silencio la pérdida de aquel impulso animal.